Cuentos para el guerrero I



Ella creía que una vez más se había acercado sigilosamente, casi reptando hasta su presa. Que al llegar a su lado, bostezando luego de un prolongado letargo, como serpiente que se precie, había empezado a rodearlo. Primero, deslizándose por su cuerpo, reconociéndolo. Que él, en su inocencia, la había dejado acercarse sin oponer resistencia, sin saber de sus artimañas y caprichos.
Suavemente, se fue entrelazando con él, acariciándolo, seduciéndolo, mientras se apretaba cada vez más fuerte a esa piel que le daba escalofríos por la hermosa sensación que le producía.
Pensaba que, luego de tenerlo inmóvil, lo había mirado fijamente a los ojos, pacientemente, y que sin siquiera tener que hacer mucho esfuerzo, lo había hipnotizado, dejandole sin voluntad y totalmente a merced de sus deseos…
Quiso soltarlo, porque en su rostro comenzó a dibujarse una mueca de angustia y sentía su cuerpo sacudirse bajo sus escamas. Quiso y no pudo… Sin saber muy bien por qué, ella tampoco podía despegar sus ojos de los de él.


Él la vió acercarse sigilosamente y no sintió temor. Podía verla, tan pequeñita y frágil, con aspecto maltrecho, propio de algunas batallas dolorosas. Como valeroso dragón que era, quiso protegerla y la albergó entre sus alas. Quiso darle calor para su cuerpo friolento y la dejó que buscara donde acurrucarse. Mientras, disfrutaba las caricias de esa piel tersa que lo hacía estremecerse.
Ella lo miró y de pronto él quiso decirle muchas cosas, transmitirle su sabiduría. Hablarle en todas las lenguas antiguas que conocía y guiarla para que dejara atrás las heridas pasadas y pudiera volver a ser la emperatriz de esa, su tierra.
Sin embargo, creyó percibir su temblor y temió que, sin escuchar advertencias, se había dañado con las espinas que tenía en la espalda y deseó no haberlas tenido.
Intentó mantenerse inmóvil para no dañarla. Intentó pero no pudo… Sin saber muy bien por qué, no podía despegar sus ojos de los de ella.

Desde lejos, alguien los observaba. Me animaría a decir que era un oso con armadura. Se reía mientras veía a la serpiente y al dragón fundirse en uno solo. Era viejo y conocía la naturaleza de ambos. Sabía de sus mañas y temores. Y también sabía que ya no dejarían de mirarse. Que de a poco espinas y asfixias no existirían y lo que perduraría por siempre sería la mirada. Esa mirada que los desnudaba en verdades ante el otro, que les permitía protegerse entre ellos.
Los vió alzar vuelo y alejarse. Lentamente, se levantó y se perdió en la espesura del bosque.

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